Hace unos días recibí el correo electrónico de una persona para quien actué como mediador familiar hace algunos años. Cuando ella y su pareja asumieron que su relación había cambiado y que, tal vez, el vínculo que les llevó a compartir un proyecto de vida ya no existía.
Recuerdo que nos citamos individualmente para poder hablar sin cortapisas. Y que pedí a ambos que me narrasen cómo había sido su relación hasta la fecha, y por qué consideraban que ésta había cambiado irreversiblemente. También, que les hice una pregunta que pareció sorprenderles: les pedí que me hablaran sobre cómo les gustaría que fuese su relación en el futuro.
les pedí que me hablaran sobre cómo les gustaría que fuese su relación en el futuro.
Tuve la sensación de que los desacuerdos superaban con mucho a los consensos. Pero me pareció que contábamos con un elemento fundamental: ambos entendían que sin la otra parte, o contra ella, el conflicto solo podía empeorar.
Propuse que trabajásemos integrando los puntos de vista de ambos. Que hablásemos de sus necesidades, y que fuesen respetuosos con las necesidades planteadas por el otro. Que tuviésemos presente que, aunque su relación iba a cambiar, las responsabilidades parentales compartidas permanecían. Y, sobre todo, que se enfocasen en cómo querían que fuese su relación de ahí en adelante.
Les propuse, en definitiva, hacer mediación familiar.
hablar de aquello que, aun no siendo estrictamente jurídico, era importante para ellos.
La mediación sirvió como espacio seguro para expresar lo que sentían. Para hablar de aquello que, aún no siendo estrictamente jurídico, era importante para ellos. También, para hablar sin sobreactuar, de aquello jurídicamente relevante.
Fue el medio que les ayudó a reconocerse como protagonistas en sus relatos, aceptando y asumiendo responsabilidades en lugar de distribuir culpas. A entender que la disolución de su matrimonio no era el final de la relación, sino el inicio de una nueva etapa. A comprender que discrepancia no es sinónimo de hostilidad, sino de oportunidad. A aceptar que nos auto determinamos como personas cuando tomamos decisiones, pero más aún cuando nos responsabilizamos de sus consecuencias. A convencer en lugar de vencer. A no volar los puentes.
Pocas semanas más tarde, el Juez homologaba los acuerdos de mediación. Sin mover una sola coma, y dotándolos de la fuerza de un título ejecutivo.
En ese correo de hace unos días, ella me explicaba que con el tiempo las circunstancias de ambos habían cambiado. Que lo habían estado hablando, y que querían que trabajásemos juntos de nuevo.
Los puentes volvían a hacer falta, y aún seguían ahí.